Francisco se inició profesionalmente en 1918, presentándose en el café El Parque como pianista de un exitoso cuarteto que completaban Carlos Marcucci en bandoneón, Paco Sitoula en violín y José Galarza en flauta, actuación que le valió la ruptura con su padre y el consiguiente abandono del hogar.
De inmediato se trasladó a Montevideo, donde permaneció durante casi cinco años, lapso en el que compuso sus primeros tangos y formó parte de orquestas que se presentaban en reuniones bailables y locales nocturnos, además de acompañar con su piano a funciones de cine mudo.
Tiempo después arribó a la capital uruguaya su hermano Julio integrando un cuarteto de maestros con Enrique Delfino, Manlio Francia y Roque Biafore.
Cuando esta agrupación terminó sus actuaciones, Julio decidió permanecer en esa ciudad a fin de integrar la orquesta del bandoneonista Minotto Di Cicco, a la que pronto se incorporó también Francisco, en reemplazo del pianista Fioravanti Di Cicco, hermano del director.
Comenzó así la actuación en conjunto de los hermanos De Caro, que se prolongaría hasta el año 1954, salvo la breve separación a la que hacemos referencia a continuación.
En efecto, al regresar ambos a Buenos Aires en 1923, Francisco se incorporó al cuarteto del bandoneonista Rafael Rossi, mientras que Julio se integró a la orquesta de Juan Carlos Cobián.
Poco después Francisco encabezó un cuarteto que completaban los violinistas Esteban Rovati y José Di Clemente y el bandoneonista Luis D’Abraccio, primera y única oportunidad en toda su trayectoria en la que ocupó el puesto de director.
A fines del año 1923, Francisco recibió un ofrecimiento para formar un quinteto destinado a amenizar las fiestas de ese fin de año en aristocráticas residencias de la alta sociedad porteña, recurriendo entonces a su hermano Julio para que encarase la organización del mismo, teniendo en cuenta que éste desde mediados de ese año había quedado sin actividad profesional con motivo de la pronta disolución de la formación de Cobián.
Este conjunto fue el embrión en el que comenzó a gestarse el relevante movimiento de evolución del tango instrumental que Julio De Caro encabezaría poco tiempo después.
A partir de la formación de este quinteto en el fresco verano de 1923 y 1924, el menos cálido del siglo veinte en la Capital Federal según las estadísticas, la historia de Francisco De Caro aparece unida a la de su hermano, quien asumió siempre el rol de conductor de los conjuntos que integraron hasta el retiro definitivo de ambos en el año 1954.
Pesó al respecto la fidelidad y el entrañable cariño que profesaba por su hermano, dado que aún contando con brillantes condiciones como pianista nunca pretendió para sí ni la independencia artística ni la conducción de las formaciones que se fueron sucediendo en esas tres décadas de actuación en común.
A lo largo de toda esa trayectoria, sin la más mínima interrupción, el piano estuvo a cargo de Francisco, por lo que su trayectoria en esos treinta años finales de su actividad está reflejada plenamente en la reseña que en la siguiente biografía efectuamos de los conjuntos dirigidos por su hermano Julio.
Francisco fue a lo largo de tan prolongado lapso el encargado de la casi totalidad de los arreglos musicales de las interpretaciones de los mismos, constituyéndose así en el pilar en el que el director sustentaba sus ideas musicales.
Como pianista de todas las agrupaciones dirigidas por su hermano, su labor fue siempre relevante. Intérprete de escuela, dueño de una sólida formación académica, el doctor Luis María Sierra le ha reconocido «pulsación segura y flexible, de purísimo sonido y desenvuelta digitación».
Correspondió a Francisco, en el contexto de los profundos cambios conceptuales para el tango que proponía su hermano, consolidar la función conductora del piano en las formaciones dedicadas a la interpretación de la música ciudadana, dejando a un lado los monocordes esquemas que para este instrumento reservaban las estructuras musicales de la guardia vieja, a las que su hermano había decidido superar.
Esa tarea de renovación del rol del piano en los conjuntos del tango tuvo en De Caro un auténtico pionero, junto con otros pianistas contemporáneos como Juan Carlos Cobián, José María Rizzutti, Eduardo El Chon Pereyra, Carlos Vicente Gerona Flores y el tempranamente desaparecido Roberto Goyeneche, tío del Polaco.
Pero si fundamental fue la tarea de Francisco De Caro como pianista, no le fue en zaga su labor como compositor. Iniciada con dos temas en 1916, Lucíernaga y Oiga, diga, vea, siguió a partir de 1917 en producciones realizadas en colaboración con Julio.
Surgieron así Mala pinta, Pura labia, Va cayendo gente al baile, Gringuita, Mi encanto, Don Antonio, A palada, Biscochito, Percanta arrepentida, Era buena la paisana, La mazorca, El bajel y Mi queja.
Esta serie de títulos, muchos de ellos hoy poco recordados, salvo Mala pinta y El bajel, tango este último del que existen exquisitas versiones instrumentales de las orquestas de Carlos Di Sarli y de Osmar Maderna, fueron anteriores a otros de índole más melódica, enrolados en la línea del tango romanza que había iniciado Enrique Delfino en la década de los años diez, en los que se destacaba una acentuada cadencia lírica.
En esta nueva línea, surgieron de la inspiración de Francisco De Caro, en 1927 Loca bohemia y al año siguiente Ojos negros, compuesto cuando se encontraba actuando con el conjunto de su hermano Julio en Río de Janeiro.
Se trata en ambos casos de bellísimas melodías, las que constituyen los puntos más altos de su producción, junto con otros del mismo sesgo melódico, como Mi diosa, Sueño azul, Corazón herido, Dos lunares (con letra de M. Castro), Un poema, Mentiras de amor, el también muy recordado Bibelot, Páginas muertas, Mi viejo amor, Esquelas, Por un beso, Latidos, Ideal y Aquel amor, además de Triste (escrito en colaboración con Pedro Maffia) y Colombina y Luz divina, ambos en colaboración con su hermano Julio.
A partir 1954, totalmente desvinculado de la actividad, su vida transcurrió en un plácido retiro, hasta su fallecimiento, producido el 31 de julio de 1976, como culminación del proceso de una prolongada enfermedad.
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